La palabra democracia significa, literalmente, el gobierno del pueblo. Sin embargo, en su origen en la Antigua Grecia, se limita a aquellos que tenían la condición de «ciudadanos» por lo que excluía a gran parte de la población. Las mujeres no entraban en la condición de ciudadanía, tampoco las personas sometidas a esclavitud, ni extranjeras, ni campesinas, etc. La ciudadanía era, por tanto, un privilegio que daba derecho a participar en los asuntos del estado y que confería también deberes. El concepto de ciudadanía ha ido cambiando a lo largo de la historia, pero, utilizando palabras de Adela Cortina[1], podemos decir que la ciudadanía integra un estatus legal (un conjunto de derechos), un estatus moral (un conjunto de responsabilidades) y también una identidad por la que una persona se sabe y siente perteneciente a una sociedad.
En pleno siglo XXI, como explica Manuela Mesa[2], «la intensificación de los procesos de globalización obliga a revisar categorías y conceptos antes considerados inmutables, como el Estado-nación, la ciudadanía o las identidades individuales y colectivas. Las fronteras entre los asuntos locales y globales son cada vez más difusas. Se ha producido una expansión de las interdependencias y flujos sociales, políticos y económicos que trascienden las fronteras estatales, regionales y continentales. De este modo, un acontecimiento global puede ocasionar un profundo impacto en entornos locales, aunque estén muy distantes entre sí, y, al mismo tiempo, acciones locales pueden tener enormes consecuencias globales (…) En este marco, la ciudadanía trasciende las fronteras de los Estados y goza de un alcance internacional. Surge así la noción de «ciudadanía global».
Somos ciudadanas y ciudadanos del mundo, y si esto no lo teníamos claro antes, la pandemia por COVID.19 nos lo ha mostrado, pero igualmente nos ha mostrado que en el mundo no todas las personas gozamos de los mismos derechos y oportunidades. Un símil que se menciona mucho en estos días es que las personas navegamos en un mismo barco, pero esto no es cierto. Por el contrario, mientras que unas vamos en yate, otras van en barca y otras nadando o agarradas a una tabla. Ser ciudadanía global significa sentirse parte de una sociedad global en la que lo que les ocurra a las demás personas nos importa, donde no queremos que nadie se ahogue en el mar, y en el que además queremos que este mar este limpio y no contaminado.
Citando a Desiderio de Paz, que a su vez se basa en las reflexiones de Edgar Morín, «la idea de ciudadanía global hace referencia, pues, a la conciencia cívica terrenal, a la humanidad como destino planetario, al nacimiento de la humanidad como consciencia común y de solidaridad planetaria del género humano; ciudadanía global como comunidad de destino que debe realizarse entre todos y todas, como humanidad indisociablemente incluida en la biosfera porque compartimos un mismo mundo interconectado»[3].
A través de una educación transformadora, desde InteRed apostamos por construir una ciudadanía global crítica, responsable y comprometida, a nivel personal y colectivo, con la transformación de la realidad local y global para construir un mundo más justo, más equitativo y más respetuoso con la diversidad y con el medio ambiente, en el que todas las personas podamos desarrollarnos libre y satisfactoriamente.
La educación transformadora para la ciudadanía global fomenta el respeto y la valoración de la diversidad como fuente de enriquecimiento humano, la conciencia ambiental y el consumo responsable, el respeto de los derechos humanos individuales y sociales, la equidad de género, la valoración del diálogo como herramienta para la resolución pacífica de los conflictos y la participación democrática, la corresponsabilidad y el compromiso en la construcción de una sociedad justa, equitativa y solidaria.
Construir ciudadanía global es comprometernos con la justicia global que a su vez nos remite a combatir la desigualdad para que todas las personas podamos vivir una vida digna y al respeto universal de los derechos humanos.
Hablar de ciudadanía global significa reconocer que las personas somos interdependientes, dependemos recíprocamente unas de otras, y además somos ecodependientes, condición por la que las personas necesitamos de la naturaleza. Requerimos, por tanto, cuidar de las personas y de la naturaleza, es decir, poner la sostenibilidad de las vidas en el centro, en lugar del mercado, la producción y el consumo.
Como nos recuerda el Papa Francisco, necesitamos una conversión ecológica que se exprese en acciones concretas, »un mundo interdependiente no significa únicamente entender que las consecuencias perjudiciales de los estilos de vida, producción y consumo afectan a todos, sino principalmente procurar que las soluciones se propongan desde una perspectiva global y no sólo en defensa de los intereses de algunos países. La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común» (LS, 164)[4].
Frente al individualismo la reivindicación de lo comunitario, una comunidad que no tiene muros ni fronteras, que globaliza la solidaridad. En suma, se trata de construir ciudadanía global, una ciudadanía que como indica Alejandra Boni sea una ciudadanía consciente, activa, movilizada, capaz de auto organizarse, de oponer resistencias, de proponer alternativas y de encontrar caminos distintos ante la actual crisis multidimensional que ataca las bases de la convivencia y las propias condiciones que permiten la vida en el planeta[5].
En palabras de Michelle Bachelet, «Es cierto que falta aún mucho por lograr, pero contamos con una fuerza nueva y vital: la ciudadanía global»[6].